
opinión
Antonio Sánchez García
ND
Final del juego
16 Diciembre, 2010
“Desear que la catástrofe llegue a su fin, con toda normalidad, en diciembre del 2012 es un desiderátum, al que nadie con dos dedos de frente puede oponerse. Pero nadie puede pretender tampoco que ese ilusorio deseo nos ate de pies y manos y seamos llevados al cadalso antes que se cumpla esa utópica expectativa. Hemos llegado al final del juego. Llegó la hora de la acción.”
1
Las hienas no atienden a razones, los buitres tampoco. Lo suyo es instintivo: ir tras la carroña. Olisquear el aroma dulzón y penetrante de la descomposición para alimentar sus afanes depredatorios. Y hacerse al festín de la carroña. De esa condición están hechos los tiranos. Poseen esos atributos excepcionales, rarísimos entre los comunes mortales, de carecer absolutamente de escrúpulos y valores morales. De sentir particular atracción por las ruinas y aspirar a montar un reinado de degradación empujando a sus semejantes a la vileza del sometimiento. Están montados en el borde que separa la barbarie de la civilidad.
Joseph Conrad retrató en su maravillosa novela El corazón de las tinieblas – que debiera ser de lectura obligada para los demócratas venezolanos – el reino del mal infinito que se esconde tras la barbarie del sometimiento. Sobre el telón de fondo de los horrores coloniales de Leopoldo de Bélgica en el Congo de fines del siglo XIX, Conrad narra el regreso de la conciencia al universo primigenio del salvajismo y la brutalidad aterradora de la criminalidad de los asaltantes políticos. Capaces, por ambición de Poder y Fortuna, de retrotraer el hombre a su estado más primigenio: el horror del mal absoluto.
Sebastian Haffner, en una breve pero extraordinaria obra sobre Hitler – Anotaciones sobre Hitler, también de obligada lectura para quien quiera comprender el horror de la dominación totalitaria – le dispensa la exclusividad de ese atributo carroñero por sobre toda la clase política de su tiempo, de la que supo advertir no sólo el grado de decadencia y descomposición en que se hallaba, sino manipularla y ponerla a su servicio como a arlequines o aniquilarla en sus campos de concentración con una facilidad pasmosa.
Todos los tiranos del siglo XX, y también los que sobreviven en estos sórdidos comienzos del XXI, encuentran en Hitler su arquetipo. Son carroñeros. Se sirven y promueven la descomposición tribal de las sociedades que subyugan. Provocan el caos, en el que se reproducen, liquidan todo orden, que los limitaría, desprecian las Constituciones, las pervierten y las anulan, pues toda institucionalidad le pone límites a su afán demoníaco de dominación. Concentran en sus manos todos los poderes y no toleran ni el hálito de una competencia. Y se sirven del miedo ancestral de la barbarie para paralizar a sus víctimas y del Estado todopoderoso como instrumento del desgarramiento social, la persecución y la tortura.
De esa calaña fue Castro. De manera sistemática y consciente, pues desde su adolescencia fue su más aplicado discípulo. Mi Lucha, la biblia hitleriana, fue su libro de cabecera desde sus tiempos universitarios. De esa calaña es Chávez, si bien de manera subordinada, primitiva, tribal. Frente a Hitler, como a estos dos epígonos caribeños, no cabe hacerse la más mínima ilusión de reconversión o regreso a un estado civilizado de comportamiento político. No cabe sino hacer lo que Haffner reclamaba frente al monstruo nazi fascista: tratarlos como a perros rabiosos.
2
Todo lo que Chávez hace o deja de hacer se inserta en ese guión del hitlerismo: desagregar la unidad social que podría oponérsele como un todo, dividir la sociedad venezolana usando todos los pretextos a su alcance, particularmente la clásica desde tiempos arcaicos entre ricos y pobres, liquidar la Constitución, gobernar mediante leyes habilitantes, amordazar toda voz crítica, opositora o disidente a sus siniestras ejecutorias y por sobre todo, sembrar el miedo, aterrar, dominar mediante el clásico expediente de la amenaza de muerte. El más antiguo, el más efectivo y el más poderoso expediente de dominación del hombre sobre el hombre.
Como todo tirano – y Chávez lo es, virtual o efectivamente, lo que en rigor es secundario y depende del grado de permisividad que encuentre en quienes nos oponemos – Chávez está permanentemente al acecho de las debilidades de sus oponentes, oliendo el grado de su descomposición, calibrando sus debilidades, poniéndolas a prueba, ejerciendo el clásico juego del gato y del ratón. Su omnipotencia no depende tanto de su energía intrínseca, profundamente aniquilante y destructora, sino de la debilidad de quienes deberían y podrían declararle el final del juego y llevarlo al único terreno que las hienas y los buitres rehúyen por antonomasia: el del enfrentamiento abierto y sin medias tintas, el del final del juego.
Pues los carroñeros no vencen ni asesinan a sus presas: entran al festín cuando la víctima yace convertida en despojo. Para posesionarse entonces de los restos y satisfacer la gula de su despreciable voracidad. Acompañado de sus secuaces, carroñeros y carroñeras menores. La destrucción de la sociedad venezolana hasta convertirla en carroña no fue primaria ni fundamentalmente su obra: fue la obra de la propia democracia. El harakiri de los mejores. A saco de las instituciones no le cayeron sus coroneles ni muchísimo menos él mismo, un cobarde digno de su naturaleza, el propio chacal. Sino los notables: las mejores conciencias de la Nación, consumidas en sus apetitos de rencor y venganza. Pero impotentes políticos incapaces de cosechar su propia siembra. Fueron quienes le prepararon el terreno a los chacales uniformados. Terminaron, de primeros, en sus fauces.
Hoy, sabiéndose asediado por el rechazo popular y la decisión del nuevo liderazgo por cercarlo y sacarlo del juego – sin que sepa exactamente qué puede esperarse de quienes ya tienen perfecta conciencia de que o lo tratan como a un perro rabioso y por elemental medida de sanidad pública terminan con él o serán ellos quienes terminen entre sus colmillos – ha decidido mostrar sus dientes, gruñir como una hiena entre hienas, meter el hocico en la putrefacta carne de la republica y llevársela a su cueva hecha jirones. Con el auxilio de sus enanas y enanos de la asamblea y la complacencia de sus corrompidos jueces y magistrados traidores. En eso estamos.
3
En estos doce años de dominio carroñero ni la sociedad venezolana ha estado dispuesta a dejarse convertir en carroña ni la hiena se ha hecho al sistemático propósito. A las condiciones internacionales que habrían dificultado la faena se ha unido la estrategia de los Hnos. Castro y los grupos de la extrema izquierda continental que desde la constitución del Foro de Sao Paulo han apostado al neofascismo como ingeniería de Poder: entrar por la puerta grande de los procesos electorales, copar las instituciones, pervertirlas y plegarlas como un guante a sus designios totalitarios, ante la apatía, la catalepsia o la complicidad de las debilitadas democracias regionales.
Muy pocos factores en el mundo se han enterado de esa estrategia silenciosa, inmensamente favorecida por los altos precios del petróleo – inducidos en gran medida por la estrategia del Foro ante la OPEP y la alianza con el talibanismo de los petroestados del Medio Oriente – y el enmascaramiento electoral. Evo Morales y Rafael Correa tuvieron el poder en sus manos mucho antes de ganar las elecciones: por órdenes de Fidel Castro prefirieron esperar a que la putrefacción de sus sistemas estuviera suficientemente avanzado y las condiciones maduras para recibir el mando electoralmente. Y ponerles así un tapabocas a los Estados Unidos, a la Unión Europea y a las Internacionales de los Partidos Políticos. No hablemos de la OEA, segura en manos del neofascismo revolucionario desde el ascenso del tristemente célebre José Miguel Insulza.
Esa estrategia ha llegado a su fin. América Latina ha reaccionado con virilidad y lucidez a este último embate del totalitarismo castro marxista. La estrategia yace, desnuda, ante los ojos del mundo. A Chávez se la ha volteado la tortilla del encanto burgués y la seducción de su petrochequera. Se acabó el juego y comenzaron las facturas por la homérica borrachera vivida en esta década de corrupción, injerencia y hegemonismo. Cuba babea. Los Castro agonizan. Las democracias se fortalecen en América Central, en Panamá, en Honduras, en Perú, en Chile, en México. Brasil y Argentina, pivotes del castro fascismo burgués y perfectos complementos de respetabilidad a la estrategia disgregadora e injerencista del neofascismo del Foro, tienen las manos atadas.
Y en Venezuela el avance de las fuerzas opositoras ha puesto a la hiena entre la espada y la pared: o se traga de un mordisco a la Venezuela democrática o sale del Poder. Aunque él, malherido y consciente de la muerte que lo acecha da las patadas de la agonía, está absolutamente claro que ésta última es la opción que la historia nos depara. Chávez deber salir del Poder. Está condenado a salir del Poder. No tiene otra opción que salir del Poder.
La forma que asuma este epílogo a doce años de locura y pesadilla no depende de los demócratas: depende del régimen. Pretender amordazar, acallar, intimidar, encarcelar y aplastar a la República – con las medidas que hoy asume esta moribunda e ilegitima asamblea nacional – obligará a encontrar las vías de impedirlo antes que se consuma la destrucción de la Patria.
Desear que la catástrofe llegue a su fin, en toda normalidad, en diciembre del 2012 es un desiderátum, al que nadie con dos dedos de frente puede oponerse. Pero nadie puede pretender tampoco que ese ilusorio deseo nos ate de pies y manos y seamos llevados al cadalso antes que se cumpla esa utópica expectativa. Hemos llegado al final del juego. Llegó la hora de la acción.
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