Para sepultar a un difunto se acostumbra cavar una fosa de tres metros de profundidad y es práctica usual que luego sea compartida por miembros de la familia que le siguen, en ese final sin remedio que es la muerte. Los encargados del pesado trabajo de hollar la tierra son los sepultureros, oficio indeseable para muchos, aunque los hay peores. De tal forma que la vida del sepulturero transcurre, jornada tras jornada, en un solo cavar y enterrar; sus clientes no responden a sus chanzas, sólo el pico y la pala le devuelven sus sonidos, para mitigar la soledad y el silencio del camposanto. Hay un hombre que, junto a un grupo de sus devotos, lleva nueve años cavando, de día y de noche, sin prisa pero sin pausa; cavan la fosa en la cual enterrarán un proyecto, dizque revolucionario, las esperanzas de un pueblo y algún porcentaje de la cualidad de ingenuos de los venezolanos. Con una máquina de demoler no se puede construir nada y mucho menos cuando tal aparato no sólo es capaz de la destrucción física sino que, más grave aun, parece tener apetencia por la aniquilación de todo vestigio de ética, moralidad, honestidad, respeto, el fin de la decencia, pues. Y si alguien no entiende, que mire fijamente a los ojos del poetastro...
José Bianco
jgcbianco@yahoo.com
http://nomecallolaboca.blogspot.com/
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